La pagina web de "Ataxia y atáxicos" (información sobre ataxia, sin ánimo de lucro) es: http://www.ataxia-y-ataxicos.es/


jueves, 27 de noviembre de 2014

Primeros encuentros (La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada)

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Nota del administrador del blog:

Esta novela corta de Vicente se editará, por entregas, en cinco capítulos, en días consecutivos, si en el intermedio no hubiera noticias relevantes de ataxia cuya emisión no admita dilación. Sí, también, para romper dicha perioricidad, podrían surgir cuestiones de fuerza mayor, como fallos de hardware, software... o mi "salud-ware" :-) , que es peor.

Para que nadie pueda perder el hilo de la novela, cada día, se hará constar la dirección web de los capítulos editados con anterioridad... Más aún: el último día se dará un enlace al archivo ".doc" original de la novela entera... tal y como lo dejó Vicente antes de morir... y que, por cierto, no firma con su nombre y apellidos, sino con su pseudónimo: "Segismundo".

1- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (0- Las cosas).
2- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (1- Unión tenaz).
3- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (2- Dos personas)


La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (3- Primeros encuentros):

"Las hierbas salvajes avanzaban;
penetraban como tirabuzones en las paredes...
Una vez desvanecidas las paredes,
la desolación continuaba,
la desolación era lo único que quedaba (...)"

(Philip K. Dick).

Se sacudió el periódico-sábana para centrarse en la página de sucesos. "¡A ver si dicen algo...!".
Ella estaba segura de haber oído un breve estampido antes de que los estudiantes del piso de abajo hubieran desaparecido hacía siete días ya.
Los mejores sistemas de información y control del barrio, el supermercado, no habían funcionado como hubiera sido de esperar, y se habían limitado a elaborar una breve efemérides de los hechos acaecidos, junto con un historial completo de los dos jóvenes.
Pero ella había oído "algo", y, sin embargo, no lo escuchó en ningún rumor de los compañeros de la compra cotidiana...

Él entró en el cuarto y sin saludar, desabrochó el último botón que le quedaba sin desabrochar de la bata rosa de "irporcasa". Acto seguido, comenzó a acariciar los pechos, prominentes y blancos, de Ella. Los estrujaba con pasión y Ella, ni se inmutaba. El comenzó a emitir falsos suspiros de placer deseando “comenzar la función”, pero Ella apartó su boca de las inmediaciones de la mascarilla que cubría el rostro arrugado de su marido con aparente escepticismo de desconcentración.
- Mujer fría...
Ella apartó la prensa de un golpe sobre la mesa bronceada. Parecía enfadada por no encontrar lo que le diera coherencia a su alucinación.

- No te comprendo, pareces obsesionada en lo del vecino. En la prensa no creo que digan nada...
Ella miraba al vacío... No escuchaba.
El marido la miró deseoso de confirmar lo ya tantas veces pensado, y le preguntó si seguía enamorada de él.
Ella se frustró.
“Siempre lo mismo. En cuanto no estás a disposición de los demás, pierdes la amistad, los bienes, el amor. Cualquiera puede poner en entredicho las condiciones que una se marca en la vida. No sé lo que hubiera pasado si no me hubiera casado... No creo que fuera peor que esto...”.
El gris inundó aquel insólito cuarto de estar cuando él corrió las cortinas de su ventana. En ese instante de pudor, ella miró al suelo justo cuando se ataba la bata, y se dirigió a la ducha.

La maldita televisión seguía describiendo las muertes de la guerra, mientras se untaba las piernas con leche hidratante. Buscó las medias de agujeros. La batalla en América central había hecho necesario el uso de cabezales nucleares.
"Tomaría café con su amiga, pensó, y le sería infiel con unos soldados francesitos que calmaban su pasión, pero con los efectos más pasajeros".
Dudaba de la paciencia de él, y sólo quería que se hartase para acabar con ello de una vez por todas. Por eso se consideraba tan descarada.
Pero... ¿qué ocurrió en el piso de abajo...?.

El marido cantaba ópera en la ducha, y ella se fastidiaba a cada sílaba que escuchaba: Debía salir de su casa lo antes posible. Necesitaría estar con él, pero no podía ser: Estaba ocupado, muy ocupado con lo de la unión tenaz. Todo el mundo tenía en la cabeza la unión tenaz, todos menos mi marido... Así que iría a la cafetería, a por chicos, como en los viejos tiempos.

- No lo sé -la otra se quitó los mocos con un sofisticado tubo rosa que estaba dispuesto en el tejido plástico de su mascarilla transparente. Hacía frío en esa época del año, y nadie se imaginaba sin su honroso resfriado.
- Me pareció algo extraño. Un susurro, unas cosquillas, un suceso formidable...
- El qué... ¿Tu marido ha reaccionado?
- No, no...-estaba demasiado concentrada en lo que decía. Siempre buscaba las palabras exactas para favorecer la memoria de los demás. - Es como si hubieran dejado de existir...
- ¿Quién?
- ¡Eso es, cómo si dejaran de existir!
- ¿Pero quién hubiera dejado de existir? ¡Estás tonta!
- La pareja joven que vivía en el piso de abajo...
- ¿Aún estás con eso?

Las dos mujeres muy pintadas cruzaron sus miradas cómplices y encendieron sus cigarrillos en una coreografía de trámite: Sonreían aún a sabiendas de que se estaban despidiendo, una despedida triste.
La cafetería era luminosa. Todo brillaba demasiado. Nadie hablaba, pero había mucho ruido molesto, ruido de la cafetera escandalosa de sucedáneo de vapor. La actividad del camarero y el gris plomizo de la calle, hacían juego con el misterio de no pocos seres que entablaban luchas consigo mismos, ya que se habían separado mucho de los otros, en un proceso lento y paulatino. Era imposible retroceder, cuando veían lo que habían llegado a ser.

Partió pesadamente hacia el apartamento de su amante científico, bueno, todos eran científicos.

Las calles eran pequeñas, cortas, estrechas y oscuras. Frío y oscuridad. Ella apartó sus lágrimas de los ojos bonitos. Siempre que salía, lloraba por el viento, pero no se quejaba. Los edificios eran sombras obtusas. Moverse sería imposible de no haber hecho el camino mil veces. La mujer se ruborizaba al llegar a un sitio cerrado y secaba sus lágrimas en medio de un inhóspito consuelo y de las paredes plásticas en forma trapezoidal. La luz se adueñó del ambiente, aunque nadie hubiera adivinado su procedencia. La agilidad de los movimientos contorneantes de la mujer que despedía perfume y pasión. La misma estatura que el científico cansado. Un abrazo y un signo de posesión del uno al otro.

- ¿Cómo se ha enterado? -preguntó ella en un susurro agonizante.
- No lo sé. Ya sabes que la gente es mala... -él intentó encogerse hombros, pero no le pertenecían.- Ella no está, ni estará aquí. Se ha transtornado y enfadado tanto que me obligarán a dejar el trabajo... -Ella se apartó bruscamente con los ojos abiertos y se preocupó. La mascarilla se empañó de vapor triste.
- ¿Te van a echar por la puerta pequeña? -su rostro comenzó a palidecer y la famosa y vieja culpabilidad femenina afloraba y su cuerpo empezaba a transformarse en un tonto autómata.
- No. Antes dimitiré. -tomó aire o gas o lo que fuera aquello y mirando el pecho de su amante, habló con toda la frialdad que pudo recuperar en su estado de embriaguez. Ella adivinó que se estaba emborrachando, por el aliento y por un poco de disartria... y se excitaba al sentir su mirada incisiva, incontrolada, en sus propias formas femeninas.
- Los del centro de inteligencia -añadió-, y esto es información reservada, que no te debiera contar -rió bruscamente buscando su botella de brandy ante la compasión que se siente cuando un amigo desesperado se emborracha y dice la verdad, la única verdad-, me han encomendado dirigir la investigación de la unión tenaz, ya que se sabe poco de ella. Es un cargo muy rebuscado y los científicos, todos son científicos, somos muy competitivos. Por eso han hecho público lo nuestro, para quitarse un obstáculo de en medio, y, de paso, joderme.
- ¿Por qué? -sollozó confundida.
- Ya sabes, las mujeres podéis poner cuernos, los hombres no.

Ella volvió a abrazarse a él como en las telenovelas. Él la agarró por los hombros, y le habló a los hombros también, como en las telenovelas:
- Ahora, debes irte, he pensar alguna solución, y he de estar solo.

Con los ojos vidriosos dio media vuelta y retornó al frío de la calle. Reconoció que le hubiera apetecido haber hecho el amor con él, pero también reconoció que, con tanto lloro, había gozado lo suficiente. Además, disimularía los lloros al contactar con el aire y el frío. Ahora, el cielo anaranjado daba más luz al haber más frío, más hielo y menos vapor de agua en el aire.
La cosa no estaba para pasear sin ton ni son, porque se congelaría, sin duda. Antes de volver a la tortura doméstica, quiso ordenar sus ideas en un ambiente más humano, aunque ella seguía en fase autómata.

Volvería al local amarilllo de la cafetería para desahogar su tristeza de que él estuviera sufriendo. Se sentó bebiendo cerveza sin alcohol -lo más fuerte que ella podría soportar- y miró a su amiga como si no la conociera, ya que un soldado francés le acariciaba el muslo con pasión y por debajo de la media.

Había traicionado al estado, y eso no le preocupaba. Le preocupaba, y poco, que le cogieran. Fue a tomar una copichuela en el café cuando empezaba el frío glacial, el cielo rosado y resplandeciente:
“¿Me han descubierto ya? ¿me han seguido? Creo que al haber tardado tanto en el almacén dibujando el plano para Senda... La preciosa Senda; la quiero con locura. Ellos sí que están locos, darían su vida por un libro... Yo por ella...”.
El hombrecillo penetró en el café. Era un humilde trabajador de transportes para el estado. Sabía que en cualquier momento le cogerían e intentarían castigarle, pero con una vez que estuvo en el casquete público con Senda, la chica de extrarradio o de los jóvenes locos, le bastaba.

El sonoro frío de la calle oscura, se escapó del mundo, y la mujer de las medias de agujeros se acomodó en su lugar del café pensando en su amante.
Se escuchó un sonido de ventisca, y el ambiente polar penetró sin permiso cuando una pareja de soldados abrió la puerta y sacudieron las piedrecitas de hielo adheridas a sus poderosos hombros y brazos. Sus zancadas eran potentes y largas, haciendo tambalear el café entero. Sus cuerpos eran estatuas de granito de dos metros. Eran de pelo corto, rubios, extranjeros. Cada cual portaba un fusil negro, amenazador, brillante y pesado; parecían humeantes: a nadie les extrañó. Iban ataviados con monos grises de textura térmica, hermética, brillantes y casi metálica. Los dos llevaban sus casquetes de vídeo como todos los soldados: dos bonetes blancos sujetos con correas negras a las mandíbulas y que llevaban un minúsculo captor de vídeo conectado a los ordenadores centrales, eran dos apéndices más del aparato estatal... eran dos ojillos, unos pocos milímetros cúbicos de cuarzo y silicio ordenados, pero que ejecutaban la ley de la guerra.
Parecían dos caballeros medievales que, con arrogancia excesiva, paseaban en la cafetería examinando el rostro de los clientes... pero las perfectas arrugas de las articulaciones, les daban la apariencia de astronautas, o algo así. Sus pasos estaban coordinados en avance militar. Parecían querer distanciarse de los demás, convencerse de ser más importantes. Sin embargo, sus mascarillas de aire, seguían cubriendo su rostro; transparentes, plásticas, como las de todas las personas. Todos estaban acostumbrados a no tener intimidad, a esa malvada indiscreción de los soldados que tenían permiso estatal para pedir los documentos a quién les diera la gana.

Ella miraba absorta los movimientos bruscos de los soldados que maltrataban a todo el mundo: los manejaban como si fueran alfombras llenas de polvo. Colocaban a la gente contra la pared, les cacheaban, les insultaban, y sacudían: Sin duda, buscaban algún sospechoso de espionaje, o perjurio, o algo así.
Las demás personas, ni se inmutaban: seguían sorbiendo sus bebidas de sucedáneos de café, o refrescos, o licores, a través de unos tubos transparentes que conectaban sus mascarillas plásticas.
Tuvo que reconocer que esos movimientos masculinos le excitaban. Los soldados eran tigres de esa jungla que abordaban el espacio de los demás gracias a su implacable fuerza y a su uniforme, pero llevaban mascarillas plásticas para regenerar el aire como todos los humanos.

- Me encantaría irme con ellos... -dijo la amiga al oído, con las pupilas engrandecidas.
- ¿Te gustan? -preguntó la mujer saboreando un sorbo de café frío.
- Mucho...
La amiga le dio a esa palabra el tono más sensual que pudo.
- Pues a mí, me parecen demasiado grandes... -supo que mentía a su amiga, porque debajo de la mesa gris, juntó con fuerza los muslos debido a la gran excitación que tenía.
- Es que tú eres grande... ¡Pero es placentero no poder abarcar con tus brazos el contorno de su pecho.... que apenas puedas oponer resistencia, porque su fuerza es brutal... que te desnuden sin esfuerzo... que los músculos sean duros... muy duros, cuando tienen que ser duros, y algodones cuando han de ser tiernos!.
- ¡Eres una salida...! -sentenció la mujer.

Los soldados habían localizado a un sospechoso: un traidor, infiltrado por el almacén de tesoros del estado y con contactos con otros traidores. Por eso se sensibilizaron los guardias. Uno de ellos, con rostro duro e inflexible, le pidió los documentos a aquel hombrecillo de traje negro viejo.
Su calva apenas asomaba a los hombros del joven guerrero y, entre tembleques y sobresaltos, negaba con la cabeza con miedo y sumisión. El soldado le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago. Todo el mundo en el bar escuchó los lamentos del hombre indefenso.
Las dos mujeres, llevaron sus manos a las mascarillas, y el silencio y la tensión se adueñaron de la reunión.
Pero el viejo se transformó: En un instante, rebosante de sorpresa y alucinación, pareció que el cuerpo del hombrecillo se rebeló en una mueca salvaje y ante la humillación del dolor causado por la autoridad. El viejo, con las manos que atenazaban el estómago, en el último movimiento dio un salto y gritando con furia unas pocas vocales incoherentes, le arrancó de cuajo la mascarilla plástica transparente acoplada a la cara del soldado agresor... y, en menos del tiempo de llevarse las manos a la garganta, éste se desplomó al suelo, con la piel del rostro áspera y pálida, y los ojos en el espasmo de la muerte: Había respirado el aire viciado, que nadie debía respirar sin el filtro vital, la máscara transparente.
La reacción refleja del otro soldado fue disparar el ametrallador, y encajar dos docenas de balas en el cuerpo del hombrecillo. Todo quedó salpicado con su sangre. Todavía estuvo de pie un segundo, lo justo para sonreír, arrancarse la mascarilla con las uñas, y besarle en la boca (el peor insulto para un guardia), era la primera vez en su vida que tocaba sus labios: tuvo lugar la unión tenaz: Por ello, todo explotó, y hubo mucha luz. Un tremendo estampido seco se oyó varios kilómetros a la redonda: Varias personas que estaban en esa cafetería fueron despedidos por la onda expansiva.


Las siete de la mañana, y el científico jefe acariciaba su mascarilla como si estuviera agotado de tanto pensar. Estaba sentado en una silla blanca y mullida, con las piernas cruzadas y con la bata blanca arrugada. Sobre la mesa brillante, medio vaso de café puro negro con tubo corto y miles de papeles desordenados. La puerta del laboratorio se abrió automáticamente. y penetraron silenciosos y expectantes los seis científicos elegidos para estudiar la unión tenaz.

- Buenos días... -exclamó el jefe, de mala gana, mientras sus colegas acababan de sentarse alrededor de la mesa rectangular que el jefe presidía.
- ¿Es cierto que va a dimitir? -preguntó pausado el de la barba pelirroja.
- Me temo que sí.
Los doctores murmuraron entre sí. Esperaban las explicaciones de su autoridad puesto que se habían quedado totalmente huérfanos. No obstante, el director de investigaciones estaba despeinado de tanto frotar sus cabellos: había puesto toda su preocupación en varias horas y todo su trabajo en el ordenador.
- Pero... -un investigador, de atentos ojos minúsculos, quiso poner excesivo entusiasmo en su discurso al verter su rabia e impotencia en palabras rebuscadas- ¿cuáles van a ser las líneas directrices de la importante investigación que tenemos entre manos? ¿Qué ha ocurrido exactamente? ¿Cómo para depender de otros jefes, ahora que llegábamos a una buena metodología?.
El jefe le observó con los ojos colorados. Se imaginó esa pregunta y mil formas de contestarla. Tragó saliva.
- Cómo sabrán ya, ayer en el centro de la ciudad tuvo lugar el fenómeno. Tuvimos suerte, ya que fue grabado en vídeo por la cámara del casco de uno de nuestros soldados que detuvo a un espía del estado enemigo. Tal información fue analizada por el ordenador central, concluyendo que se trataba de una poderosa arma que no ha sido utilizada. Nuestro servicio de contraespionaje ya ha sido alertado, y van a trabajar en ello. Nuestra misión de asesoramiento ha concluido aquí.
Se armó revuelo.Y el director del equipo no puso orden.

- ¿Pero por qué va a dimitir ahora?
- ¡Tenemos derecho a saberlo!
El jefe se puso en pie y les dijo en tono de desafío:
- Es mi deseo reservarme esa contestación debido a su alto contenido personal. Además, pronto sabrán los rumores de mi cese.

El hombre, vestido con un mono negro de algodón, leyó las instrucciones del código por huellas digitales que daba paso a la planta de hospital dónde estaba internada la testigo doble del fenómeno. La estancia de paredes de acero se iluminó de verde tras colocar la palma de la mano abierta sobre una superficie gris metal que había en un banco de cemento barnizado. Un ruido de algo pesado se adueñó de las posibles estancias, y una pared se abrió: en un catre blanco brillante estaba la mujer de la cafetería: Su amante que se llama María y tenía veintiséis años.
Siempre quiso saber esos datos, pero no los tuvo a su alcance hasta no ver los papeles de su historial médico. Su cuerpo estaba desnudo y lleno de innumerables heridas y moretones. Era grande, hermosa, pero el hombre sintió piedad en medio de su pesadumbre. Le habló con dulzura mientras se desnudaba:

- No sé si puedes oírme, pero nuestro fin está cerca. Estaba encargado de dirigir la investigación sobre la unión tenaz, como ya sabes...
- Es cómo si hubieran dejado de existir... -dijo la mujer en esa perfecta sala de hospital, mientras se incorporaba con dificultad y desdén, hablando a golpes.
La habitación estaba climatizada y su aspecto metálico (estaba equipada con los mejores sistemas de control de salud), no sorprendió al hombre que se hallaba desnudo y familiarizado con los aparatos. Acarició el suave cabello rubio de la mujer en un comportamiento muy meditado:
- ¿Sabes? No ha habido ningún superviviente más de la explosión en la cafetería. Los videos captaron tu imagen en el bar, por eso quieren destruirte. Saben que escuchaste una explosión, y que has visto otra. He decidido poner fin a esto.
- Lo que tu quieras, cariño...
La mujer adoptó una expresión de felicidad, relajada. El hombre se tumbó junto a ella, sonrió y contuvo el aire que inhaló. Arrancó la mascarilla de su cara con un fuerte tirón, como si de un esparadrapo se tratara. Acto seguido arrancó la de la mujer. Suavemente, antes de morir, posó sus labios rectos sobre los labios carnosos de ella. Se oyó una explosión.

Vicente Sáez Vallés
Fue algo rápido. Un proceso de cambio material, tan brusco, que despidió la energía suficiente como para acabar con las dependencias del hospital más inteligente que creó la raza humana. Primero se unieron los fluidos y tejidos de los cuerpos de la mujer y del doctor. Seguidamente, mucha luz blanca, morada y roja (los extremos del espectro visible), y calor emanaron del centro del plasma y, al contactar con el aire, un sordo y prolongado sonido envolvió la sala de cuidados intensivos, para extenderse por los enormes corredores de acero y hormigón. Pero desde esa protomateria humana anaranjada e incandescente, una espiral invisible, nació y murió al mismo tiempo. En esa inexplicable masa sólo transcurrió un instante maravilloso.

(Continuará mañana).

Nota segunda del administrador del blog:

Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.

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